La estera: La india navajo Hannita Cierva Blanca había estado mucho tiempo recogiendo flores: las blancas o amarillas que las
acacias protegían con sus espinas grandes; las rojas, que los rosales protegían
con sus espinas pequeñas; y muchas otras,
más o menos accesibles, pero todas de llamativos colores y de fuerte
aroma: lirios mariposa del desierto, salvias, pimpinelas… Luego, después de
machacarlas y mezclarlas con aceites, grasas y agua hirviente, con ellas
elaboró un líquido perfumado y en él sumergió y dejó, en algo similar a la
maceración, la estera que había trenzado entremezclando el cordel fino sacado
de las yucas con lanas de oveja tintadas y crines de caballo.
Siete días tardaron sus manos artríticas en
retirarlo, siete horas tardó la estera en secarse y otros siete días tardaron
sus manos bronceadas en recibir en su cuenca las siete monedas que le dieron
por ella. Así que, al decimoquinto día, concluyó el ciclo y, en lugar de
descansar, la anciana india pudo comenzar a imaginar un nuevo diseño.
La estera fue comprada por el empresario
señor Gomes, cuando regresaba de la feria de maquinaria, donde había vendido
siete de los tractores dumper con tolva trituradora de gravas que su compañía
fabricaba. Y como siempre que las cosas le iban bien, le llevaba un regalo a su
hija de quince años. Esta vez era la estera, que además de entrarle por la
vista, también se ganó su olfato.
Era este un regalo con finalidad; y su
finalidad era que encima durmiera el baboso perrito bulldog francés, de nombre
“Messié” que en mala hora le había
regalado a la niña en su viaje del mes anterior.
El perrito era muy delicado y prefería dormir
sobre la cama de su dueña y no hacía ascos a que lo sobeteara bien, que ni aún
así se arguellaba. Ni que decir tiene que la cama estaba perdida de pelos y que
en las sábanas había acartonados goterones de la babaza seca del chucho; pero
como perro y dueña eran indómitos, que la estera pasó de esterilla cama a
felpudo en la puerta de la casa, que aunque malempleada, no le encontraban un
uso mejor.
Y cuando por primera vez alguien se quitó el
barro sobre él, el felpudo lloró. Fueron lágrimas delicadas y aromáticas, portadoras
de una fragancia desconocida, condensada
y destilada en las ramas leñosas del árido desierto. Y también lloró cuando
alguien se restregó los pies en un día de lluvia, y cuando otros zapatos
depositaron algo muy sucio que habían pisado y cuya procedencia era el cuerpo
de Messié y muchas más veces, hasta que se le secaron las lágrimas y ya no desprendió
ningún olor. Entonces se dio cuenta que su destino inmutable era ese, que todo
el mundo que se acercara a la casa, se restregara las suelas de los zapatos
sobre él. Y se acostumbró y con paciencia recibió la basura que todos portaban,
y la impotencia rebelde se difuminó con la resignación. El tiempo de la estera
se prolongó limpiando las inmundicias de los que llegaban manchados hasta él:
su sacrificio permitía que la basura quedara fuera, que los calzados entraran decentes
al hogar. Así era todo, hasta que de vez en cuando, raramente, alguien lo
sacudía y vuelta a empezar.
Tuvo una segunda época en la que se
apaciguaba pensando que habría sido peor haber sido cerdo, que los cerdos duermen
sobre su excremento; o mucho peor aún, haber sido la deposición del cerdo. O haber sido inodoro, o
cualquiera de las secreciones o cosas que repugnan; o lo peor de todo, ser una mamá hámster devorando a los hijitos que no caben en la jaulita. En realidad el problema no va
más allá de tener consciencia de lo que eres; de cualquier otra manera se lleva
mejor. Más adelante ya no necesitó ni consuelo, se dejaba hacer, ris-ras, suela
va, suela viene.
Y su vida transcurrió recibiendo restregones
y suciedades, hasta que sus fibras no aguantaron más y se deshilacharon. Fue
una tarde de marzo cuando lo arrojaron al contenedor de la basura. Del camión
pasó a un montón de desechos de donde fue cribado y arrojado a otro montón de
objetos susceptibles de ser quemados. Luego ardió.
Todos esperaban que el fruto de tan aparente
sufrimiento conformara una gran luz. Quizá hubiera sido así si hubiera habido
oscuridad a su alrededor; pero no, cuando lo arrojaron al fuego era de día y la
luz de sus llamas, fundida con otras provenientes de palés, de plásticos, de
desechos combustibles, se disolvió en la claridad sin alumbrar nada.
Cuando el escritor acabó este escrito, lo
releyó. Por un momento pensó que si el ser humano es como un felpudo, como un
cántaro, como un botijo, la única esperanza a la que puede aspirar es a
romperse. Y por haber hecho esta comparación, sintió una gran tristeza y los
ojos se le cerraron solos porque los párpados se le convirtieron en una opaca
cortina de plomo.
Los abrió cuando sintió el silencio frío, ese que solo
se siente en los callados días de nieve. El tiempo había desaparecido, no sabía
si había transcurrido un minuto o un año, un segundo o la eternidad. Era
domingo, las siete de la mañana y no pasaban coches. Estaba nevando. Un
fenómeno tan poco habitual y le había pasado desapercibido. Había gastado parte
de la noche conjeturando la incertidumbre del hueco interior, del cuerpo
anforino. Caía como lluvia, nieve granulosa, nieve marcelina que apenas sí
cuajaba, pero que como otras nieves más invernales, lo envolvía todo con su
calma. Y dejando que los copos cortaran su mirada hasta disolverla en el
horizonte gris de la nube, se le escapó el pensamiento, que corrió a confundirse
en el ambiente.
Entonces el velo de su inteligencia se rasgó
y, a través del enorme hueco, comenzó a
asentarse en su interior algo como nieve, pero era cálido y descendía como un
vapor que va a posarse sobre las aguas, ingrávido, volátil, suave y también
ligeramente denso, con alegría no
expresada de niñez, con templanza no retenida de vejez. Y tras los labios
cerrados, las palabras dichas en el pensamiento, porque las palabras son el
cuerpo del pensamiento y que en realidad expresó sin sintaxis, solo en la sensación: “Señor,
sea yo quien reescriba, propósito de la mejor caligrafía, el texto que se ha
escrito” .
Y en ese instante, aquel algo, que empezaba a
sedimentarse como un aire tangible, se hizo dulce pero no empalagoso, grueso
pero no pesado, denso pero delicado: cuando el cántaro se rompa, el contenido se verterá y ascenderá de nuevo a las nubes. Pero qué
pena, tantos y tantos cántaros que pasarán sin conmoción alguna y que acabarán
arrojados en un inconmensurable monte Testaccio*.
*Colina artificial
construida durante los siglos I y III d. C. en Roma, con las ánforas
que llegaban a la ciudad. Tras vaciar su contenido, se rompían en pedazos. Los restos eran
depositados en el monte Testaccio.
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