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El Día de los Muertos (art.)

El Día de los Muertos es una gran corriente. Es un río caudaloso que nace en los confines del Sur, allá  lejos, quizá en Ushuaia, quizá en el Cabo de Hornos, allá donde  el viento  iracundo envía olas gigantes sobre la tierra para crear sus fuentes, allá donde los capitanes marineros son más hijos de la Muerte.
Estas aguas primigenias se van robusteciendo conforme alcanzan nuevos  asentamientos, nuevos lugares, nuevas gentes y pronto se convierten en un río juguetón que corre subterráneo y que de tiempo en tiempo aflora, cuando no puede más, sobre la tierra larga de América.
Este año el río reventó, dicen, en San Pedro Sula: el agua saltó por las ventanas de las casas y su empuje imparable arrastró a mujeres, niños y hombres, a familias enteras.
Y muchos se pusieron a caminar, en espejo, por la parte de afuera, siguiendo el flujo del río imparable que serpea bajo tierra, sin alimentos, sin posibilidad de descanso, como aves llamadas por la estación de cambio, siempre hacia el norte. Y cuando algún caminante no puede más y cae, como una arena movediza, como una película de horror, la tierra, lenta pero persistente, se lo come, absorbe  los quebradizos huesos de su carcasa con la fruición del líquido en el desierto, con la del agua que hunde la piedra. Nadie se detiene a ayudar, y si alguien en un instante de incertidumbre lo hace, en seguida retoma el movimiento, conminado, empujado por la corriente: lo único que puede llegar a percibir es como el suelo se lo va tragando; y luego sigue el uno; y sigue el otro; uno anda, el otro traga.
Y mientras se sigue, la tierra va escupiendo a los muertos que se traga sobre el río y el río, oculto, los convierte en olas; cada ola, cada gota, cada molécula está hecha de muertos, de muertos  sin cuerpo, sin deseos, sin frustraciones; tan solo presentes en el  arrastre, en el fluido, en el  movimiento, siempre en el movimiento, y los hace así suyos, en el río que conforman.
Y cuando la marcha alcanza México, asomada a la ventana, Elena Cuevas, con su carita de nueve años pintada de blanco, con sus ojeritas negras, contempla el desfile y sus ojos infantiles observan, tras los calzados que pierden al andar, en el rastro de ropas sucias que dejan al pasar, en sus caras de muerte sin maquillar, el río oculto que fluye bajo sus pies, la sombra larga que viene del sur.
Y como sus ojitos lo pueden todo, tras su máscara blanca y negra, blanca y negra porque olvidó el corazoncito rojo que pensaba dibujar en su frente; tras esa  máscara que oculta y también recuerda al fantasma que ha de ser,  que es, cuando ya han pasado los de arriba, permanece mucho tiempo absorta mirando al río de abajo, al río sin agua formado por personas sin contornos. Y es que allí están, reconocibles  a pesar de la muerte, todos los muertos con su nombre escrito que ya no sirve para nada: Frida Khalo sin sus cejas, sor Juana Inés de la Cruz sin su hábito, García Márquez y Cantinflas sin bigote; un Neruda ausente sin gorra ni pipa que ni habla ni calla, un Borges que no echa en falta sus ojos perdidos y millones más de seres importantes que cultivaron la tierra, que pescaron, que parieron hijos, que vivieron como pudieron: Porfirio, Antonio, Lucía… Todos, todos sin cuerpo y  delgados como una brizna de agua, como un vapor contenido, todos, todos iguales.
 Elena Cuevas tardará nueve años en borrar su maquillaje y lo hará en otro día de muertos, cuando sea presidenta de una tierra que nunca debió tener fronteras.
La expedición continúa. A veces se desgranan algunos de sus componentes, que la tierra no tarda en digerir; otras veces, viceversa, se amplía el número con nuevos integrantes que emergen de las aldeas del sufrimiento, de las aldeas de la pobreza, de las aldeas de la precariedad.
Y cuando se acerca a la valla del norte, frente a la marcha, el dios Hog, perversión del inframundo que ha tomado un cuerpo de hombre con cabeza de jabalí para imperar sobre la Tierra, coloca a sus soldados con fusiles de repetición. Y cuando la marcha llega, los fusiles repiten, y el dios Hog se ríe porque no sabe por qué hace lo que hace. Y la tierra seca se come los cuerpos que van cayendo conforme llegan. Y repiten y repiten. Y como un tonto se ríe.
Y cuando todos piensan que la marcha ha terminado, la sangre de los caídos es el vértice frontal de un río que no entiende de vallas, ni de relieves ni de hombres. Corre silencioso abriendo cauces y cuando alcanza las botas de los soldados, estos se ahogan sumergidos en la corriente monótona, imparable. Y cuando rebosante alcanza el trono del dios Hog, el mismo Mictlantecuhtli, dios maya ahora una gota más del río,  es uno de quienes prenden las patas del asiento y con el sedente incluido, lo atraen hacia así, lo engullen, lo arrastran hasta el fondo donde se convierte en lodo, en lodo eternamente pisoteado que no tendrá opción de resurgir en las aguas.
La corriente es tremenda, mil Amazonas subterráneos y ya no se detiene, sigue su curso imparable, ya alcanza el estrecho de Bering, ya llega a los confines de Asia, cada vez más vigorosa, cada vez más  desmesurada.
Elenita Cuevas la ha visto pasar ya ocho veces. Y hoy que cumple sus dieciocho años, la siente venir por última vez. Han pasado casi nueve años y hoy,  primera mujer mexicana que alcanza la presidencia de un país donde las barras  se han caído, donde el cielo ha perdido sus estrellas, siente, hoy, mientras se desmaquilla la cara, que ella va a ser la última gota de este río sin agua que no entiende de fronteras.
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