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CUENTO DE NAVIDAD


TREMOR ESPIRITUAL EN LOS TIEMPOS DEL COVID

 Veintiuno de diciembre, víspera de la lotería y la niebla sigue borrando el poco paisaje que se contempla desde la ventana.

Yo apenas juego, solo tres boletos, ya  soy una persona afortunada: no me han llevado al asilo; bueno, residencia, o al menos así la llama mi sobrina política cuando me amenaza cada mañana porque se empeña en que no limpio bien el baño o porque siempre, dice, echo gotas de café con leche por el mantel.

Si ella tuviera los dedos agarrotados por la artritis, si le doliera la lengua como a mí me duelen las manos, se callaría más.

Grita y no soporto los gritos; que se empeñaron ellos en acogerme, que ya les he dado la casa, pero los ahorros, hasta el final, no. “Que no tenía a nadie, que quién me lavaría la ropa, que esto y lo otro”. Mejor hubiera sido un estacazo y haberme quedado en el pueblo, que tierra encima no habría faltado. Pero, y mira que lo repetía, que nadie me lo dio.

Se va la cabeza con los años y encima esta niebla que me quita la poca alegría que encuentran los ojos a través del cristal. Abajo en la calle de enfrente, solo la luz difuminada de la cruz verde de la farmacia donde ni siquiera se puede leer el bajo cero, que imagino que debe estar haciendo y me gustaría ver el número.

Me agrada mucho el invierno, aunque sea viejo: las tardes oscuras, el sol tímido de la mañana, el cierzo rudo; pero la niebla, no. Debe haber bajo cero, por lo menos dos o tres, porque se adivina la cencellada, un dorondón de esos que se meten por las bocamangas y por el cuello de la camisa y te hiela los huesos.

Maricruz es como la niebla, una perra del hortelano que ni ve ni deja ver. Y mi sobrino es un insulso y un calzonazos.

Yo no me casé, ni falta. Ni he tenido necesidad de restaurantes ni de bares. He vivido mi soledad con plenitud y colmado: cuando quería fiesta, mataba un cabrito o un capón del corral, que vino no faltaba en el tonel.

¡Ah de los años! Y cuando menos te lo esperas, una niebla como esta, “engelante” dice el hombre del tiempo, que viene y te roba todos los planes que pensabas para el futuro.

Maricruz, que es como una burra, y que no me toca nada, y ala, a todas horas “tío, tío” me dice, pero que sepa que pariente solo es Alberto, que no sabe con quién se casó, con un animal siempre rebuznando:

-Tío, haces olor a pis, que te lavas poco—Y no sabe que tengo la manía de mojarme las manos, que me alivia mucho el dolor y además es cosa de antiguo, de mucho antes de que llegara el covid este, que ya solo me ha faltado él, que si antes podía poco, ahora ya  ni a la calle puedo bajar.

A veces echo en falta a la “perreta”, a Diana: Esa sí que era lista, la mandabas y hacía las ovejas ella sola; desde la ventana de casa, sin salir, le ordenabas y ella sola las movía. Cien veces más lista que está gorda, que le pides y tienes que repetir cien veces para que te ponga un dedo de vino. Y aguanta el sonsonete:”Ay, ay, que te hará mal, que bebes mucho”.

Encima me hizo vacunar y a falta de una, dos veces. ¡Rediez! ¡No sé para qué, que no salgo ni veo a nadie! Dicen que el mal se pasa por el aliento, pero para aliento malo el del tocino, cuando le daba tripas de pollo luego olía insoportable. Y para san Martín, me lo mataba yo solo, que me ayudaban un poco las vecinas al mondongo, pero nada más.

No sé que se piensa Maricruz, que debo ser tonto, o que los viejos somos tontos. Yo me compraba libros y sé muchas cosas, más que ella. Sé lo de Platón, lo de la caverna aquella que era todo mentira lo que veías, pues eso me pasa con la niebla, Ahora lo entiendo mejor, la caverna es ser un viejo condenado a mirar por una ventana con niebla. Y para esto tanta filosofía.

Tengo edad para que lo que haga no trascienda a ninguna parte, porque a los viejos nos la trae todo al pairo.

 

Vaya. Vaya con lo que me ha pasado. Viene Maricruz y me dice que huele fatal. Luego me ha zarandeado, me ha lavado y me ha dicho que desde ahora llevaría pañal. Bueno, un pañal pequeño.

Pensaba que era una ventosidad de esas, pero debía ir acompañada. Lo siento, mal síntoma, parecido a cuando les ocurría a los pollos pequeños y a los pocos días palmaban. ¡Cayera esa breva!

En fin, que le vamos a hacer. Maricruz me ha pasado la esponja por todo y no ha dicho ni palabra. Cuando me ha ayudado a sentarme frente a la ventana de nuevo, me ha estirado con cariño, que lo he notado, las dos orejas al mismo tiempo. Y me ha sonreído y me decía que no pasaba nada, que no me preocupara, que ningún burro pasaba de viejo.

Le he dado los tres décimos de lotería que tenía, que aunque tocaran no sabría gastar. Y cuando venga Alberto, mi sobrino, le diré que le ponga trescientos euros en un sobre para los Reyes.

Ahora me vuelvo a la ventana, a mirar esa niebla que me impide ver la calle, pero que todavía no puede borrar aquellos recuerdos de mi niñez, los únicos casi que me quedan, porque entre ellos y ahora solo aparecen retazos  entre las brumas. Apuro el vasito de vino que, hoy sin pedirlo, me trae Maricruz y no sé si con los ojos abiertos o cerrados, miro la imagen fosca de la calle y me veo niño, con mi madre, mi padre; aquellas algaradas con los otros niños, ja, ja…  Y la Navidad, siempre con su Misa de Gallo. Este año rezaré para que se diluya la niebla, para que se diluya totalmente antes de perder el control de los esfínteres.

Algo va desapareciendo mientras continúo en mi sitio, rememorando escenas de la infancia, de aquello que Rilke llamó la patria del hombre y que yo, que soy un pastor leído, sé que ambos aprendimos de un texto latino.

 

Nihil novum sub sole!

 


 

 

 

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